En 1862, Recuerdo de Solferino aparecía en Ginebra. “Aparecía” es mucho decir: la tirada de pocos ejemplares de este
pequeño libro llevaba la mención “no está en venta”. Estaba destinado sólo a algunos amigos, ante cuya insistencia Henry Dunant había decidido finalmente escribirlo. Un pequeño libro, un recuerdo de una batalla cuyas secuelas de sangre y desamparo Dunant había visto por casualidad; un recuerdo de lo que este hombre había intentado hacer, con algunos habitantes del lugar, para aliviar un poco los numerosos sufrimientos. Tan solo un pequeño libro. Pero, un año más tarde, de estas páginas surgía un movimiento caritativo que conquistaría el mundo: la “Cruz Roja” y, un año más tarde, un Convenio Internacional, el primer “Convenio de Ginebra”.
Hasta el día de hoy, guerra tras guerra, dos frases de este libro salvarían vidas humanas. Sabemos qué es la Cruz Roja, qué son los Convenios de Ginebra y sus Protocolos adicionales. Al menos creemos saberlo. La voluntad caritativa de esta Institución y los artículos jurídicos de estos instrumentos han logrado verdaderos prodigios en conflictos cada vez más mortíferos; allí, la guerra se libra no sólo contra los enemigos, sino también contra el espíritu de la caridad y contra el derecho. Como consecuencia, a menudo se ha atribuido poderes casi sobrenaturales a la Cruz Roja y a estos Convenios.
Que la Cruz Roja logre salvar a una multitud de seres humanos del dios Moloc de la guerra moderna ni siquiera sorprende a algunas personas. No se suele preguntar de qué armas dispone la Cruz Roja contra los cañones y las bombas; ni qué fuerza podrá hacer cumplir el derecho internacional humanitario cuando se rompen los tratados. Se piensa que la Cruz Roja, todopoderosa, está allí para realizar milagros. Las personas informadas no hacen reproches a la Cruz Roja por los millones de víctimas que no pudo salvar; piensan, en cambio, en los millones de seres a quienes logró proteger de la suerte que debían haber corrido.